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Los Talleristas Publican

-14-

Autora: Margarita Vér

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Anuncio del corazón

-¡María Elena, apurate! Quiero que me acompañes a comprar el regalo para Soraya –dijo Angela Gandolfo a su hija.
-No corras tanto mamá, todavía falta un mes. ¿Qué le vas a regalar?
-Ella quiere una bicicleta y eso es lo que le voy a comprar –respondió la abuela con firmeza.
Ambas se arreglaron y salieron hacia el supermercado de los rodados a elegirla. Luego de mirar los modelos que había, la abuela escogió la que creyó que le iba a gustar a su nieta. Contentas con la adquisición, volvieron a la casa para la hora de la merienda.
Después de cenar tenían la costumbre de sentarse en el porche de la casa a tomar fresco y a charlar. Como otras veces, la abuela le había dicho a su nieta que deseaba que, con el primer sueldo, le comprara una mecedora.
-¡Ay, abuela, siempre con lo mismo! Todavía no terminé el secundario y me falta encontrar un trabajo –respondió la muchacha con una sonrisa. Y agregó: -¿Por qué estás empecinada con esa silla? Hay otras que son más lindas y modernas, como la reposera, que tiene para apoyar las piernas y parece que estuvieras en la cama. Las mecedoras son de otro siglo –insistió tratando de convencerla para que cambiara de opinión.
Esa tarde, estaba sentada en el porche leyendo un libro cuando de repente volvió a su memoria el pedido de la abuela, la famosa mecedora. La muchacha sentía un cariño especial por ella. Recordaba las noches de verano en que se quedaban charlando hasta tarde, en ese mismo porche, y la abuela le contaba fragmentos de su vida.
También rememoraba el momento en que le había entregado la bicicleta para el día de su cumpleaños. Con sentimiento, se dijo: -La abuela merece que se la compre, por el amor que me tiene, por todas las cosas que hizo por mi madre y por mí cuando quedamos solas. Fue nuestro único pilar después que papá nos dejó. ¡Cuántas cosas recibí de ella! No puedo privarla de ese gusto. Pero… y si…
Sus reflexiones se detuvieron cuando la madre la llamaba para cenar. Durante la comida estuvo callada y sólo picoteó algunos alimentos. La abuela, que la había estado observando, le preguntó:
-Niña ¿qué te pasa que no has comido nada? ¿No te sentís bien?
-Algo de eso hay, abuela. Me parece que no me cayó bien el pastel de papas. No te preocupes, ya me voy a sentir mejor.
Habían pasado cinco años desde que Soraya había terminado el secundario. La madre de Silvia, su compañera de la primaria y del secundario, le había dicho que en la clínica que estaba a tres cuadras de la casa, necesitaban empleadas para Contaría. Al cabo de quince días comenzó a trabajar.
Cuando cobró el primer sueldo, instantáneamente, recordó lo que su abuela le pedía: Tenés que comprarme la mecedora.
Sintió una opresión en el pecho, al tiempo que se decía: Le voy a dar el gusto. Es lo que siempre quiso y no puedo negárselo. Pero… y si…
El sábado se levantó temprano, desayunó rápido, dejó una nota sobre la mesa y salió.
Eran las cinco de la tarde cuando traían la mecedora. Con gran emoción la abuela recibió el regalo y pidió que la pusieran en el porche.
Esa noche, Angela Gandolfo cumplió el sueño de tener el sillón hamaca.
Soraya llevaba siete años en la clínica. Con su buen desempeño había logrado varios ascensos y había sabido ganarse el afecto de los compañeros.
Ese siete de abril era el día de su cumpleaños. Sus colegas le habían preparado una modesta fiesta sorpresa. Cuando regresó a la casa era más de la medianoche. Dejó los regalos sobre el sillón del comedor y se fue a dormir.
Al día siguiente, en el almuerzo, le contó a la madre y a la abuela sobre la reunión. Luego de acomodar la cocina cada una se fie a hacer la siesta.
Eran las seis de la tarde cuando la abuela fue hasta el porche a sentarse en la hamaca.
A las ocho de la noche Soraya la llamó para cenar. Como no le respondía fue a buscarla. Al acercarse se dio cuenta de que estaba muerta.
Por unos instantes recordó todas las veces que ella se había resistido a comprarle la mecedora. La intuición que siempre había albergado, se había cumplido. El corazón siempre le había anunciado que ése iba a ser el lugar de la partida de su abuela.

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Aquél inolvidable viaje a Valle Hermoso

-¡Ya estamos en junio! ¡Qué barbaridad, cómo corrieron los meses! Las últimas vacaciones fueron hace cinco y la verdad, estoy muy cansada. Voy a hacer un peregrinaje por las agencias de viajes para interiorizarme de las excursiones y los precios. Ya no estoy en vena con estas cosas.
-Pensándolo bien, podría decirle a las chicas si quieren venir.
De inmediato me puse al habla con ellas pero, este año, por diversos motivos, ninguna tenía pensado salir de vacaciones. Entonces, me dije: -Nena, vas a tener que ir sola.
Después de unos días recordé ese lugar en Valle Hermoso, en la provincia de Córdoba, al que nunca había ido aún cuando era socia de los albergues juveniles. Busqué la agenda y saqué el número de teléfono. Luego de varios intentos por comunicarme, recurrí al servicio de informaciones. Recién entonces supe que el número que tenía ya no pertenecía a la asociación. Con los datos correctos en la mano hice todas las averiguaciones que necesitaba. Según la información que recibí y a vuelo de pájaro, me parecía que no era tan caro.
No me preocupaba demasiado por el pago ya que tenía unos cuantos meses por delante. De todas maneras, afiné la punta del lápiz y comencé a sacar cuentas.
Alrededor del mes de diciembre hice el control de mis ahorros y de los gastos que iba a tener. Con alegría y después de ver que el presupuesto me daba, exclamé:
-¡Por fin llegaron las vacaciones!
A la salida del trabajo y, con más de un mes de anticipación, fui a comprar el pasaje. Le pedí al empleado un billete para el día once de enero y me contestó que ya no había lugar.
-¿Tiene para el doce? –le pregunté ansiosa y la respuesta fue la misma.
Había empezado a decepcionarme un poco. Traté de esquivar esos sentimientos y con la dosis de humor que me quedaba en el tanque de reserva, le solicité para el día que tenía que volver de las vacaciones. Con una sonrisa me entregó el pasaje al tiempo que me decía que estaba bromeando y que viajaría el doce.
Una vez que dejé atrás los vaivenes, con el boleto en la mano volví a casa y lo puse en un lugar visible. Por entonces, mis pensamientos estaban enfocados en la ropa que iba a llevar.
El tiempo pasó volando y cuando menos lo esperé me encontré en el día que viajaba. Acomodé mis petates en el portaequipajes del convoy y en compañía de mi familia esperé la salida.
El inspector y el guarda se acercaron a pedirme el billete para controlarlo. Grande fue mi sorpresa cuando me dijeron que estaba vencido. Tenía fecha del 11 de enero. Allí recordé la broma del empleado y por lo bajo, tuve presente a los miembros más importantes de su familia.
Entre mi padre, mi hermana y yo no podíamos contener los nervios de mi madre. Ambos funcionarios le aseguraron que yo iba a llegar a destino aunque más no fuera flameando o sentada en el estribo.
El tren partió y mi familia quedó en el andén con el corazón en la boca sin saber cuál sería mi suerte, en especial mi madre, que tenía los cabellos parados como si se hubiera peinado con gel.
Un rato después de la partida comenzaba a conciliar el sueño en un confortable asiento de clase pulman. El que, con gentileza, me había conseguido el Inspector. Seguramente, el de alguien que no pudo viajar o llegó minutos después que el tren había partido.
A la mañana siguiente cuando llegué a Córdoba encontré a mi tío en la estación. Me contó que mi madre no lo había dejado de llamar desde las cinco y media de la mañana para enterarse si sabía algo de mí. Luego de contarle las experiencias vividas, en su compañía, fui hasta el andén donde estaba ubicado el famoso trencito que iba a Valle Hermoso. Desde allí partiría hacia la segunda etapa de mis tan ansiadas vacaciones. Con su ayuda volví a ubicar los enseres. Con emoción me preparé para disfrutar del paisaje que tendría frente a mis ojos por primera vez.
A medida que el tren iba internándose en la montaña vi que el cielo estaba cada vez más oscuro. Me preguntaba qué clase de vacaciones me esperaban con esa perspectiva del clima. Entonces me encomendé a Dios.
Luego de casi tres horas de viaje, por fin llegué a Valle Hermoso. Llamé por teléfono a mi familia para que se quedara tranquila. “La nena” no había sido abandonada en el medio del campo por viajar con el boleto vencido. Para entonces, se había descolgado una fuerte llovizna que mojó parte de mi ropa.
Un señor que estaba en la oficina de correos escucho cuando pregunté dónde podía conseguir un taxi. Se ofreció acercarme hasta la ruta y el cruce del camino que me llevaba al hospedaje, algo así como seis cuadras de campo.
En mi intento por hacer rápido saqué bruscamente la valija del asiento y me quedé con la manija en la mano. De allí en más y con este cuadro, me encomendé a Dios por segunda vez.
Arrastrando la maleta sin mango llegué al río que había que cruzar para llegar a la posada. El único recurso que tenía a mi disposición para llevar la valija en esas condiciones, eran los pies. Como jugando al fútbol fui pateando el placar ambulante que me acompañaba.
Con las energías que me quedaban y la mejor buena voluntad comencé a cruzar el río, pero cuando di el segundo paso, por culpa de las medias de nylon que llevaba puestas y el musgo de las piedras, me resbalé y quedé sentada en medio del agua. Si bien la corriente no era fuerte, el flujo se había llevado unos cuantos metros más adelante la maleta y la bolsa con las sandalias que no había logrado guardar en la valija. Chapoteando y a los tumbos pude sacarlas de donde se habían atascadas, entre dos piedras grandes.
Me encontraba en un estado calamitoso. Entre las idas y venidas con la confusión del pasaje, el viaje y el chapuzón, estaba agotada, empapada y con ganas de llorar.
Una vez en la orilla, subí la cuesta que me quedaba hasta llegar a la puerta del albergue. Golpeé las manos y llamé a alguien para que me ayudara.
Una vez instalada me acosté a dormir a las dos de la tarde y me desperté alrededor de las diez de la noche. Los chicos que se encontraban allí me convidaron café con leche y unos sándwiches de jamón y queso, para engañar el estómago, hasta el día siguiente en que iría a comprar las provisiones para unos cuantos días.
El grupo de gente me ofreció compartir el asado. Los muchachos se encargaron de comprar carne, buscar leña en el monte y preparar el fuego. Las chicas hicimos las ensaladas, el postre y tendimos la mesa. La humedad del terreno hizo que me mojara las zapatillas y las medias. Este descuido de comer con los pies mojados me produjo descompostura. Estuve casi tres días a té con galletitas. Por suerte, con el correr de los días, fui mejorando lentamente.
Cuando se fue el segundo grupo hicimos un asado de despedida y, como aún no me encontraba del todo bien, otra vez me cayó mal la comida.
El día de mi partida, con todo listo sobre una carretilla, el único medio que encontré para llevar la valija, y con la ayuda de las chicas que quedaban en el albergue, llegué a la estación para tomar el tren que me llevaría de regreso a la ciudad de Córdoba.
En espera de la llegada del coche motor tuve otra descompostura. Aun cuando el pitido del tren era fuerte, yo lo escuché pero no pude hacer nada debido a los vómitos que tenía y por eso lo perdí. Cuando estuve mejor, consulté en la boletería a qué hora pasaba el próximo convoy para la ciudad. Extrañado, el empleado me contestó que lo haría recién al atardecer. Me senté en la sala de espera y lloré hasta quedar sin fuerzas. Cuando me calmé, vi a una señora sentada a mi lado. Le pregunté por la terminal de ómnibus y me dijo que no quedaba muy lejos. Armándome de fuerzas y con su ayuda crucé la calle y tomé un taxi hacia allí. Al pagar el pasaje, vi que el dinerillo que había llevado estaba cerca del fondo y aún tenía que comprar el boleto de regreso en tren a Buenos Aires.
Mientras esperaba mi horario de partida pensaba que, cuando las cosas no salen bien desde el principio, a veces, es mejor no seguir adelante. Compré una revista y la guardé en el bolso de mano para leerla durante el viaje. Debido a la experiencia anterior, me mantuve atenta al horario de salida. Cuando me senté en el ómnibus respiré aliviada.
El colectivo comenzó a andar y yo había logrado tranquilizarme. Busqué el semanario y comencé a hojearlo. El calorcito que se filtraba por la ventanilla y el movimiento del autobús me fueron adormeciendo.
Cuando llegué a la Terminal le pedí a una señora que me cuidara el equipaje mientras cruzaba a la estación de tren a conseguir mi butaca a Buenos Aires.
Tenía unas cuantas horas por delante hasta la salida del tren. Me senté en la confitería de la estación a tomar un té con tostadas; algo liviano porque no quería repetir la triste experiencia de perder el tren. Busqué la revista para leer y recordé que había quedado en el asiento del micro.
Alrededor de las nueve menos cuarto de la noche colocaron el tren en el andén, el que me traería de regreso a Buenos Aires.
Con la ayuda de un changarín que me llevó el equipaje hasta el convoy y luego el guarda, ubiqué mis cosas en el portaequipajes y ocupé mi asiento en el coche pulman. Tuve la intención de ir al coche comedor a hacer una ingesta, pero al hacer memoria de la descompostura y del taxi que iba a tener que tomar desde la estación a mi casa, volví a mi butaca.
Como siempre, una vez más, el hecho de estar en una estación de tren me hizo sentir protegida y segura como en casa.
Cuando el tren comenzó a andar recordé mi veraneo. Con un poco de rabia, me dije: -¡Por fin se terminaron las vacaciones!

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Un día de suerte

Patricio Anzoátegui había llegado a la localidad de Los Reyunos, en la provincia de Mendoza, cuando tenía veintiséis años. Al poco tiempo, y a través de un vecino, se había enterado que una importante empresa acababa de radicarse allí y estaban buscando ingenieros agrónomos. Sin perder un momento se dirigió a la corporación a postularse. Al cabo de unos días lo llamaron. Luego de la entrevista cumplió con los exámenes de rigor y comenzó a trabajar.
Después de dos años conoció a Remedios Domínguez Cortés, con quien se casó y tuvo cuatro hijos. Al momento de nacer el último, la familia gozaba de una buena posición económica. María Belén, la hija mayor, era una muchacha recta, coqueta, vital y con mucho empuje a la hora de hacer proyectos, tanto personales como familiares. Siempre había soñado con recorrer el mundo.
Esa mañana, Remedios había salido a hacer las compras en el mismo momento en que su esposo se iba hacia el trabajo. En esa oportunidad, se había demorado más que otras veces debido a que se aproximaba un feriado.
Al entrar en la casa vio que su esposo estaba allí. Pensando que se había olvidado algo se acercó y le preguntó porqué había vuelto.
-Acaban de despedirme –dijo con tristeza y cierta preocupación.
-Ay, Dios mío. ¡Qué vamos a hacer ahora! ¡Cómo vamos a seguir viviendo! –decía la esposa angustiada.
-Tranquila, Remedios. En estos casos, no hay mejor aliado que la calma. No te olvides que en otras épocas también fui marroquinero. Estuve pensando que, si acondicionamos el galpón y ponemos en funcionamiento las máquinas que tenemos allí, podría retomar esa actividad. No voy a ganar lo mismo, pero ayudaría. Además, sería una forma de ocupar el tiempo. Por los chicos no te preocupes. Voy a hablar con ellos y les voy a explicar todo pero… sin lágrimas ni miedos.
En ese momento, María Belén se dirigía a la cocina y había alcanzado a escuchar la conversación.
-No se preocupen tanto. Si todavía no puedo ejercer como profesora porque no tengo el título, puedo buscar como empleada administrativa. Van a ver que en unos meses, este momento, sólo será un mal recuerdo.
Su padre la detuvo.
-¿Y qué pensás hacer?
-Ay, papá, lo decís como si fuera una improvisada. Creo que para algo estudio ¿no es así? Estoy a punto de recibirme de profesora de Letras y puedo preparar alumnos –dijo algo molesta, pero entusiasmada.
-Te repito, ¿qué vas a hacer? –insistió
-No sé. Por lo pronto voy a comprar el diario y revisaré los clasificados. Algo va a aparecer.
Los padres habían quedado boquiabiertos con la respuesta de la muchacha y sabían que ella no retrocedía cuando tomaba una decisión.
Durante tres largos meses María Belén salía todas las mañanas con una frase de apoyo: Hoy voy a tener suerte y si no, mañana tendré otra oportunidad.
Ese viernes no se sentía con ánimo para salir. No obstante recogió el diario y lo repasó con atención. Llegando al final vio un aviso que le produjo curiosidad: BUSCO ACOMPAÑANTE PARA SEÑORA MAYOR, CON ESTUDIOS SECUNDARIOS COMPLETOS Y UNIVERSITARIOS. PREFERENTEMENTE CON CONOCIMIENTOS LITERARIOS.
Tomó el teléfono y marcó el número que figuraba allí. Cuando cortó hizo un intervalo de tiempo para pensar en la conversación mantenida. Se preparó y salió.
Era la hora del almuerzo cuando la muchacha regresó. Sin explayarse demasiado en los detalles, les dijo que había conseguido un muy buen trabajo. Se trataba de una señora mayor, muy culta, que buscaba una persona que la acompañara durante el día. Además, estaba escribiendo un libro con sus memorias y la eligió para ayudarla.
María Belén desbordaba de alegría. Había encontrado el empleo que le iba a permitir poner en práctica lo que había aprendido y lo que más le gustaba.
Llevaba seis meses trabajando en la casa de la señora Victoria Álvarez Agüero. Poco a poco se fue ganando su confianza.
Una mañana llegó antes de las ocho y alcanzó a ver a la señora que estaba en la cocina.
-Llegaste a tiempo para que desayunemos juntas. Hoy no vamos a escribir, tengo ganas de charlar.
Ambas se sentaron a la mesa y la dueña de casa comenzó diciendo:
-Hay una parte de mi vida en la que tengo bellos recuerdos. Pero la otra, es la que me produce dolor. He criado sola a tres hijos con mucho amor. Les he inculcado que no hay nada más importante que la familia y el respeto hacia los demás, pero pareciera que no lo han incorporado. Desde que viniste a esta casa sólo me han llamado para pedirme dinero, ni siquiera me han preguntado cómo estoy. Hay momentos en que me siento como si fuera una máquina de hacer giros postales. ¡Qué difícil resulta entender a los hijos! He tomado una decisión dura, pero necesaria. Tal vez me dé resultado, si no, por lo menos, lo he intentado. Pero, bueno, ya he hablado demasiado. ¿Y vos que me contás?
-Bueno, somos una familia común, unida, con los contratiempos que tienen todas las parentelas. Pasamos un momento muy duro cuando mi padre quedó sin trabajo, pero poco a poco sorteamos las dificultades. Por suerte, pude estudiar una carrera para poder defenderme en la vida y el resto de mis hermanos están terminando la secundaria. No hay mucho para contar.
Luego de la charla salieron a almorzar y la señora le dijo que se tomara el resto del día. Por primera vez María Belén sintió que el vínculo que había entre ellas, ya no era simplemente laboral. Había comenzado a verla como a la abuela que siempre había querido tener.
Esa tarde volvió más temprano. Tomó una merienda ligera y con prisa fue a su habitación. Remedios estaba en la cocina preparando la cena cuando escuchó la voz de ella.
-Mamá ¿dónde están mis blusas? Estaban para planchar pero no las encuentro. Tampoco veo mi pantalón negro.
-Hija, ¿no te acordás que el sábado lo llevaste a la tintorería?
Al trasponer la puerta de la habitación, Remedios se quedó sin palabras cuando vio que la cama de su hija estaba cubierta de ropa. Dentro de lo que la sorpresa le permitió, dijo:
-María Belén ¿qué significa esto? ¿Y esa valija?
-Mamá, la semana que viene me voy de viaje con Victoria. Me lleva a Canadá. Nunca me iba a imaginar que mi sueño de viajar se iba a hacer realidad.
-Por lo que veo, no pensabas decirnos nada hasta último momento –dijo la madre con una mezcla de dolor y celos.
-Ay, mamá, qué ocurrencia. Nunca me escapé por la ventana para ir a bailar y mucho menos ahora que soy una mujer. Una mujer que toma decisiones. Ya se los iba a decir.
-Ya lo sé… sólo que… desde que trabajas con esa señora casi no estás en casa. Hay momentos en que pareciera que tu hogar no fuera este sino aquél.
El día del viaje, toda la familia acompañó a la muchacha hasta el aeropuerto. Entre emoción y lágrimas, María Belén caminaba hacia la escalerilla del avión. La primera aeronave que la llevaría a recorrer el mundo.
Durante los cuarenta y cinco días en que estuvo de viaje no dejó de enviarles postales a través de internet.
Habían pasado diez años desde que trabajaba para la señora Victoria. Esa mañana cuando llegó, le llamó la atención que aún no se hubiera levantado, Al entrar en el dormitorio la encontró sentada en la cama con los anteojos puestos y con los manuscritos de sus memorias entre las manos. Tras llamarla varias veces intuyó que algo pasaba. Se comunicó con el médico de ella. Apenas la vio le dio la triste noticia que había fallecido a causa de un infarto.
Por un rato tuvo sentimientos confusos. El dolor y la incertidumbre estuvieron presentes. Los años que compartió con la señora pasaron muy rápido y los había vivido con intensidad. Aún cuando a veces se le cruzaba por la mente tal posibilidad, la realidad la sorprendió. En pocos minutos su corazón se convirtió en un torbellino de recuerdos. El día en que Victoria la aceptó para que la ayudara con el libro de sus memorias. La contención que le daba María Belén cuando recibía el llamado de alguno de los hijos pidiéndole dinero y el placer que a ella misma le causaba compartir esas horas con ella.
Con el transcurso de los días, el dolor por su ausencia fue desapareciendo y María Belén había vuelto a la tarea de buscar trabajo.
Ese lunes no se había sentido bien. Se cumplía un mes de la muerte de la señora y los recuerdos habían vuelto a ocupar un lugar en su corazón. Se dirigía a la cocina a prepararse un té cuando sonó el timbre. Era el cartero que le traía una carta documento. Al mirarla desconoció el remitente y tampoco entendió demasiado el contenido. No obstante, por la tarde se hizo presente en el lugar para saber de qué se trataba.
Mientras esperaba en la recepción a ser atendida se intranquilizó. Había llegado a preguntarse qué diablos estaba haciendo en ese lugar que no conocía. Unos segundos después se abrió la puerta y escuchó a la empleada que le preguntaba por qué motivo venía. Al mostrarle la carta documento sin demora la hizo pasar.
Una vez dentro del despacho, el letrado la puso en conocimiento y como comentario adicional, dijo:
-La última voluntad de la señora Victoria fue que usted fuera una parte beneficiaria de su fortuna y de sus bienes. En contra de sus deseos, la ley no le permite hacerlo de la manera en que quería. Ella tiene hijos que fueron concebidos dentro del matrimonio y no puede despojarlos de la legítima que les corresponde porque son herederos forzosos. Por eso, esto es lo que recibirá:
- la suma de $ 500.000 que está depositada en la cuenta corriente y que usted tendrá que abrir una cuenta igual o caja de ahorros para que se le deposite el dinero.
- una camioneta 4 x 4, modelo 1990.
- las regalías que obtenga de la publicación de sus memorias.
Perpleja con la noticia, dijo:
-¡Yo no puede aceptarlo!
-Ahora, esto le pertenece señorita. Por favor, firme aquí.
Por un largo rato no pudo articular palabra. Cuando se repuso del asombro estuvo en condiciones de cumplir con los requisitos legales.
Al mismo tiempo, el abogado le dijo que la señora Victoria había tomado esa decisión porque en los últimos años de su vida y, cuando más necesitaba, había sentido el desamor de los hijos.
Llevaba tres meses sin trabajo. No obstante estaba preparándose para rendir la última materia de la carrera y le faltaban pocas páginas por corregir de las memorias. Una vez finalizada se abocaría a la publicación.
Para distraerse un poco salió a caminar. Después de varias cuadras se encontró frente a una agencia de viajes. Al término de los trámites y con los papeles que le entregaron, sonrió y se dijo:
-No fui a buscar trabajo pero, hoy es mi día de suerte. Gracias a Victoria voy a preparar las valijas para cumplir con mi sueño, viajar.

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Margarita Vér

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