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-4-

Autor: Héctor Auletta

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LEGADO

Esa tarde el dolor era insoportable. Se sentó en el piso y esperó la caída del sol.
Cuando se hizo noche cerrada, examinó con cuidado el firmamento. No podía ser cualquiera; tenía que ser especial.
Por fin, la vio. Se destacaba entre las otras estrellas por su brillo intenso matizado por reflejos azules, rojos y esmeralda.
La eligió y comenzó a caminar hacia allí.
Había decidido que ese sería el legado para su hija. Para que alegrara su cuarto y la acompañara durante las noches. Pero sobre todas las cosas, para que sintiera su presencia cuando él ya no estuviera.
Superando el dolor y con la sola ayuda de una larga vara que hacía de bastón, cruzó campos, atravesó bosques, subió colinas, vadeó ríos. Siempre detrás de ella.
En ocasiones le parecía estar cerca, otras veces más lejos. En algunos momentos la creyó al alcance de la mano. Pero, como en un juego perverso, era precisamente entonces cuando descubría que, en realidad, siempre estaba un poco más allá. Nunca llegaba.
Perseverante y obstinado, caminó y caminó sin descanso hasta que las primeras luces del alba la fueron disolviendo de a poco, como un terrón de azúcar en el té.
Extenuado, se sentó bajo un árbol. El dolor recrudeció. Cerró los ojos.
Pensó “mañana, cuando vuelva la noche, seguro la alcanzo”.
Y se durmió.

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POR LA LIBERTAD DE LOS PÁJAROS

De chico lo apodaron Oveja por el colchón de rulos negros que le coronaba la cabeza. Lo llamaban “el” Oveja, así, masculinizando el sustantivo. Quizás para destacar la fortaleza de su personalidad.
La vida nunca le resultó fácil. En realidad, hasta los doce no la había pasado mal. Hijo mayor de un matrimonio bien avenido, con dos hermanos varones y una mujer, tuvo una infancia modesta pero feliz, sin privaciones. Hasta que a mediados de los noventa cerró la fábrica y su padre perdió el trabajo y se ganó un cáncer que lo llevó en menos de un año.
El Oveja creció de golpe. Dejó la secundaria que recién había empezado y salió a ganarse la vida para ayudar a mantener la familia. Con una precocidad digna de mejor causa, conoció el lacerante frío de las madrugadas invernales al repartir diarios casa por casa y se partió la espalda cargando y descargando medias reses. Lastimó sus manos revolviendo basura en búsqueda de cartón o alguna otra cosa que sirviera. Envejeció su piel con el cemento de la obra y recorrió las mil y una changas que le permitían arrimar un plato de comida a la mesa cotidiana.
La tristeza de una realidad para la que no estaba preparada pronto dio cuenta de la madre. El Oveja, solo, quedó a cargo.
Vivo, aguzó su ingenio y se hizo ducho en los códigos de la calle. Aprendió a moverse con habilidad y descubrió con rapidez los recovecos donde podía ganarse la vida. Supo escaparle también a la tentación del dinero fácil. “No, gracias, eso es veneno para los pibes”, contestó con firmeza. Nunca más se lo propusieron.
Crió con esfuerzo a sus hermanos menores hasta que terminaron la escuela. Le consiguió un buen trabajo a cada uno y consideró cumplida su misión.
La calle era su vida. Ahí se movía como pez en el agua y de a poco se fue ganando el respeto de quienes lo conocían. A pesar de lo áspera que le resultaba la lucha diaria por la supervivencia, era feliz. Respiraba a pulmón lleno, disfrutaba en plenitud y volaba con la libertad de los pájaros.
También en la calle conoció al Mencho Bustos, un típico puntero político del conurbano. De un físico corpulento que desbordaba una camisa siempre desabrochada hasta la mitad y fuera del pantalón, era dueño de un vozarrón que se imponía por sobre cualquier otro sonido que intentara competirle. Astuto conocedor de la gente, nada de lo humano, ni bueno ni malo, le resultaba ajeno.
Lo que le gustaba al Oveja del Mencho era cómo ayudaba a los más pobres. Hacía poner canillas en la villa, conseguía turnos y camas en el hospital, facilitaba los trámites en el cementerio y hasta arrimaba algún plan si un vecino se quedaba sin trabajo. Nunca le vio pedir un peso por ello. Al fin y al cabo, pensaba, el tipo te soluciona los problemas reales, esos que te complican la vida.
Por su parte, el Mencho le cobró afecto. Conocía la historia y apreciaba tanto su esfuerzo como sus principios. También tenía claro qué cosas no pedirle: el otro se las había anticipado en la primera oportunidad que tuvo. Congeniaron de inmediato.
El Oveja comenzó a acompañarlo. Manejaba el Ford Galaxy con el que se movía el Mencho y organizaba cómo cubrirle la espalda cuando se metían en algún rincón peligroso. Una vez hubo un entrevero que terminó con un muerto de un puntazo y el Oveja preso. La rápida y oportuna visita de aquél al comisario lo devolvió a la calle, sin otra consecuencia.
Unos meses después que al Mencho lo eligieran concejal, lo llamó. “Tengo un puesto para vos en la muni, de peón en mantenimiento. El sueldo no es mucho pero es seguro. Además tenés obra social. ¿Lo querés?”, le preguntó. “Una vez adentro, es más fácil ubicarte mejor”, agregó finalmente.
El Oveja nunca había tenido un sueldo ni mucho menos sabía qué era una obra social. Pensó que después de más de veinte años no tendría que salir todos los días a ver qué conseguía, que iba a poder ordenar un poco su maltrecha economía. Pero sobre todo pensó en la incipiente panza de María Rosa. Aceptó.
Se transformó así en empleado municipal. El trabajo no era duro, todo lo contrario. En realidad, para lo que estaba acostumbrado era casi como no hacer nada y el sueldo venía puntualmente los días treinta. Lo empezó a disfrutar. Además, confiaba en la vaga promesa de mejora que el Mencho le había hecho. Si nunca le había fallado.
Pero como dijimos al principio, al Oveja la vida nunca le fue fácil. En forma repentina y sin aviso previo el Mencho enfermó gravemente y al poco tiempo murió. La partida de su amigo y protector lo sumió en una profunda tristeza. La sensación no era nueva. Era muy parecida a la que había sentido a sus doce años.
Pero Dios, o según se crea, la vida, una te quita y otra te da. Nació Pablito y el Oveja recuperó la alegría. Volvió a trabajar contento. Cuando estaba en la municipalidad no veía la hora de retornar a casa para jugar con su hijo.
Sin embargo, una madrugada se despertó angustiado, transpirando. De pronto, había podido ver su futuro con la claridad de los insomnes.
Y comprendió que de ahora en más, su vida siempre iba a ser así, como ahora. Nada iba a empeorar, pero tampoco a mejorar. La dura realidad era que nada iba a cambiar. Seguiría siendo peón de mantenimiento, trabajaría de lunes a viernes, de ocho a dos, cobraría su sueldo todos los treinta y cuando llegara a la edad, se jubilaría. Había alcanzado el tope de sus posibilidades.
Desolado, se levantó en silencio, se lavó, se vistió, tomó un par de mates y se fue a trabajar. Todo el día estuvo agobiado, taciturno, lejos de la alegría y vitalidad que lo caracterizaban. Se sentía asfixiado, encerrado como un gorrión en una jaula.
Miraba a Perales, uno de los compañeros más viejos, de más de sesenta y a punto de jubilarse. Por un momento vio todo como en una película en blanco y negro. Al volver el color, le pareció que a pesar de ello la piel a Perales le había quedado gris.
Cuando María Rosa volvió a la casilla cargando a Pablito y la bolsa de la feria, le extrañó encontrarlo de regreso tan temprano. Estaba sentado de espaldas a la puerta, con las manos entre la cabeza y la vista clavada en el piso. Lentamente, se dio vuelta y la miró.
–Renuncié- dijo.
-¿Renunciaste?- preguntó ella, sorprendida. -¿Y qué vas a hacer ahora?
Al Oveja se le dibujó una sonrisa amplia. Los dientes, blanquísimos, le iluminaron el rostro.
-¿Ahora?- contestó. -Ahora voy a volver a ser feliz.

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EPÍLOGO

Abrió la puerta del departamento y encendió la luz. Encontró la despedida escrita que, no por esperada, resultó menos lacerante.
Las lágrimas olvidaron pedir permiso. Arrojó la campera sobre una silla y con paso vacilante entró al dormitorio, donde el placard mostraba sin impudicia el vacío del abandono.
Volvió al living y se acercó al equipo de música. Hurgó entre los viejos vinilos y se dijo que Beethoven era el indicado. Puso el disco y reguló el volumen. Lo sacó de un cajón de la biblioteca, apoyándolo en la mesa ratona.
Tomó una botella de Remy Martin del bar, sirvió una copa, abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco y se desplomó en su sillón favorito. Encendió un Marlboro, saboreando con placer el gusto intenso y particular que le daba al quemante humo del cigarrillo la mezcla con el cognac.
Cerró los ojos. La música lo transportó en el tiempo. Con satisfacción se dijo que, a pesar de todos quienes auguraban un rápido fracaso por la diferencia de edad y algunos otros prejuicios, habían sido cinco años maravillosos. Tal vez los más felices de su vida.
Una sonrisa amarga se dibujó en el rostro. Mejor que se haya ido ahora, pensó con cierto alivio.
Sacó del bolsillo un papel con la prescripción de una quimioterapia sin esperanzas. La hizo un bollo, transformándola en una mínima pelota de celulosa que voló sin destino por la ventana. Apagó el cigarrillo, apuró el último sorbo y leyó una vez más la carta de despedida.
Por fin, se decidió y lo recogió de la mesa ratona. El frío metal al rozar su mejilla le provocó un estremecimiento breve. Los últimos acordes de la quinta sinfonía silenciaron un estampido seco, casi sin ruido.
La cabeza giró y se apoyó sobre el respaldo, como si durmiera. Las líneas del adiós cayeron de una mano ya sin fuerzas, escribiendo sobre el piso el epílogo de una historia de amor.

Héctor Auletta
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