POR LA LIBERTAD DE LOS PÁJAROS
De chico lo apodaron Oveja por el colchón de rulos negros que le coronaba la cabeza. Lo llamaban “el” Oveja, así, masculinizando el sustantivo. Quizás para destacar la fortaleza de su personalidad.
La vida nunca le resultó fácil. En realidad, hasta los doce no la había pasado mal. Hijo mayor de un matrimonio bien avenido, con dos hermanos varones y una mujer, tuvo una infancia modesta pero feliz, sin privaciones. Hasta que a mediados de los noventa cerró la fábrica y su padre perdió el trabajo y se ganó un cáncer que lo llevó en menos de un año.
El Oveja creció de golpe. Dejó la secundaria que recién había empezado y salió a ganarse la vida para ayudar a mantener la familia. Con una precocidad digna de mejor causa, conoció el lacerante frío de las madrugadas invernales al repartir diarios casa por casa y se partió la espalda cargando y descargando medias reses. Lastimó sus manos revolviendo basura en búsqueda de cartón o alguna otra cosa que sirviera. Envejeció su piel con el cemento de la obra y recorrió las mil y una changas que le permitían arrimar un plato de comida a la mesa cotidiana.
La tristeza de una realidad para la que no estaba preparada pronto dio cuenta de la madre. El Oveja, solo, quedó a cargo.
Vivo, aguzó su ingenio y se hizo ducho en los códigos de la calle. Aprendió a moverse con habilidad y descubrió con rapidez los recovecos donde podía ganarse la vida. Supo escaparle también a la tentación del dinero fácil. “No, gracias, eso es veneno para los pibes”, contestó con firmeza. Nunca más se lo propusieron.
Crió con esfuerzo a sus hermanos menores hasta que terminaron la escuela. Le consiguió un buen trabajo a cada uno y consideró cumplida su misión.
La calle era su vida. Ahí se movía como pez en el agua y de a poco se fue ganando el respeto de quienes lo conocían. A pesar de lo áspera que le resultaba la lucha diaria por la supervivencia, era feliz. Respiraba a pulmón lleno, disfrutaba en plenitud y volaba con la libertad de los pájaros.
También en la calle conoció al Mencho Bustos, un típico puntero político del conurbano. De un físico corpulento que desbordaba una camisa siempre desabrochada hasta la mitad y fuera del pantalón, era dueño de un vozarrón que se imponía por sobre cualquier otro sonido que intentara competirle. Astuto conocedor de la gente, nada de lo humano, ni bueno ni malo, le resultaba ajeno.
Lo que le gustaba al Oveja del Mencho era cómo ayudaba a los más pobres. Hacía poner canillas en la villa, conseguía turnos y camas en el hospital, facilitaba los trámites en el cementerio y hasta arrimaba algún plan si un vecino se quedaba sin trabajo. Nunca le vio pedir un peso por ello. Al fin y al cabo, pensaba, el tipo te soluciona los problemas reales, esos que te complican la vida.
Por su parte, el Mencho le cobró afecto. Conocía la historia y apreciaba tanto su esfuerzo como sus principios. También tenía claro qué cosas no pedirle: el otro se las había anticipado en la primera oportunidad que tuvo. Congeniaron de inmediato.
El Oveja comenzó a acompañarlo. Manejaba el Ford Galaxy con el que se movía el Mencho y organizaba cómo cubrirle la espalda cuando se metían en algún rincón peligroso. Una vez hubo un entrevero que terminó con un muerto de un puntazo y el Oveja preso. La rápida y oportuna visita de aquél al comisario lo devolvió a la calle, sin otra consecuencia.
Unos meses después que al Mencho lo eligieran concejal, lo llamó. “Tengo un puesto para vos en la muni, de peón en mantenimiento. El sueldo no es mucho pero es seguro. Además tenés obra social. ¿Lo querés?”, le preguntó. “Una vez adentro, es más fácil ubicarte mejor”, agregó finalmente.
El Oveja nunca había tenido un sueldo ni mucho menos sabía qué era una obra social. Pensó que después de más de veinte años no tendría que salir todos los días a ver qué conseguía, que iba a poder ordenar un poco su maltrecha economía. Pero sobre todo pensó en la incipiente panza de María Rosa. Aceptó.
Se transformó así en empleado municipal. El trabajo no era duro, todo lo contrario. En realidad, para lo que estaba acostumbrado era casi como no hacer nada y el sueldo venía puntualmente los días treinta. Lo empezó a disfrutar. Además, confiaba en la vaga promesa de mejora que el Mencho le había hecho. Si nunca le había fallado.
Pero como dijimos al principio, al Oveja la vida nunca le fue fácil. En forma repentina y sin aviso previo el Mencho enfermó gravemente y al poco tiempo murió. La partida de su amigo y protector lo sumió en una profunda tristeza. La sensación no era nueva. Era muy parecida a la que había sentido a sus doce años.
Pero Dios, o según se crea, la vida, una te quita y otra te da. Nació Pablito y el Oveja recuperó la alegría. Volvió a trabajar contento. Cuando estaba en la municipalidad no veía la hora de retornar a casa para jugar con su hijo.
Sin embargo, una madrugada se despertó angustiado, transpirando. De pronto, había podido ver su futuro con la claridad de los insomnes.
Y comprendió que de ahora en más, su vida siempre iba a ser así, como ahora. Nada iba a empeorar, pero tampoco a mejorar. La dura realidad era que nada iba a cambiar. Seguiría siendo peón de mantenimiento, trabajaría de lunes a viernes, de ocho a dos, cobraría su sueldo todos los treinta y cuando llegara a la edad, se jubilaría. Había alcanzado el tope de sus posibilidades.
Desolado, se levantó en silencio, se lavó, se vistió, tomó un par de mates y se fue a trabajar. Todo el día estuvo agobiado, taciturno, lejos de la alegría y vitalidad que lo caracterizaban. Se sentía asfixiado, encerrado como un gorrión en una jaula.
Miraba a Perales, uno de los compañeros más viejos, de más de sesenta y a punto de jubilarse. Por un momento vio todo como en una película en blanco y negro. Al volver el color, le pareció que a pesar de ello la piel a Perales le había quedado gris.
Cuando María Rosa volvió a la casilla cargando a Pablito y la bolsa de la feria, le extrañó encontrarlo de regreso tan temprano. Estaba sentado de espaldas a la puerta, con las manos entre la cabeza y la vista clavada en el piso. Lentamente, se dio vuelta y la miró.
–Renuncié- dijo.
-¿Renunciaste?- preguntó ella, sorprendida. -¿Y qué vas a hacer ahora?
Al Oveja se le dibujó una sonrisa amplia. Los dientes, blanquísimos, le iluminaron el rostro.
-¿Ahora?- contestó. -Ahora voy a volver a ser feliz.
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